lunes, 4 de abril de 2011

Fragmentos del libro Parto de Máscaras

Tururúctuc
Orlando Guillén

Los hechos son elementales. Difícil
Es profetizarlos
Después de sucedidos.
El presente
Es ya cuerpo extraño al futuro
Y el pasado
Viene deregreso
Y de vacío.
Aquellos que ostentan
Escuchar
O atisbar
La vida
«En su totalidad»,
Pero luego sientan bases
De adolescencia
En campaña, no saben lo que dicen
Ni lo que hacen. Escriben
La palabra poesía
Y creen que escriben Poesía.
En lo que estacionan
El auto de fe en la flor del instante,
Los pétalos cabalgan cráneo
A su decrepitud, viviendo trote y galope
De esplendor sin tesorarlos,
Altos y bajos,
Breves y densos,
Compactos e intensos
Según su naturaleza y según su tiempo.
Sólo el esplendor
Fulminante del rayo
Vive y muere en alto voltaje
Como el orgasmo,
Mas como él se entierra
Amarillo en el instante único.
La palabra
Palabra
No es la Palabra, y en las letras
De la Rosa,
¿De qué color es la Rosa?
El embrujo brújula de
Esa mujer,
¿Es la Rosa
Que me orienta de destino?
Una agresión de la edad al estilo fugitivo
Del Tiempo.

FRAGMENTOS DE LA SECCIÓN DE CUENTOS:

ESTEBAN NO TENÍA HERMANOS
Geney Beltrán Félix

Creció con la abuela paterna y su segundo esposo, un hombre adusto con quien el muchacho tuvo siempre una relación vitriólica y de pleito y a quien ni de lejos aceptó como autoridad en su vida, hasta que, en la adolescencia, lo vio en una cama de hospital resistirse a la muerte en una terca agonía, anciano y con una pierna amputada por razón de la diabetes. Él observaba al pobre viejo de facciones demacradas, y comprendió que se había equivocado al juzgarlo un enemigo. Sus ojos se cruzaron con los del moribundo: allende el dolor físico leyó Esteban en esa mirada una gratitud mínima por saberse reivindicado, antes de morir, como el padre que nunca fue en la voz del niño y joven. Él supo que ese hombre ahí era su padre verdadero, y no tuvo claro si el hallazgo tardío podría catalogarse un infortunio o una dádiva, pues comprendió también que, como una negación a ver la realidad de los vínculos más allá de la sangre, había siempre idealizado a su padre biológico, militante de una célula comunista en la universidad, asesinado por el gobierno cuando él aún no nacía, pero de cuya naturaleza real sabía poco o nada. Había sólo heredado una colección casi completa de Los Agachados y Los Súper Machos, los libros de historietas políticas del caricaturista Rius que fueron su educación intelectual durante la infancia. Además, cada tanto le fue dicho que, por miedo a la represión, después del parto su madre había tenido que dejarlo al cuidado de la suegra, fugándose a California donde moriría a los pocos meses en un accidente de carretera que todo mundo en la familia creyó sospechoso.



PACHECO DREAM
Alejandro Bralasom

Diles que los sueños no me alcanzaron pa’ más. Díselo a todos, me dijo mi padre y me imaginé que los dos éramos personajes de un cuento de Rulfo. Anda, vete a decirles eso. Mándales un imeil a los del rancho —tosió—, el correo es
O mándales un mensaje de texto. Ten, y me exten dió su teléfono celular con reproductor mp3, y memo ria para once mil canciones, donde anidaba la voz de las Jilguerillas, Vicente Fernández y los etcéteras de Durango. Antes de morir le puse saldo, me dijo y era verdad; había pasado temprano a la tienda y compró un sueño de mar, que venden por medio de cápsulas azules y te dura lo mismo que una noche cualquiera. Cómprese de una vez un recuerdito, incitó el dependiente de la tienda y mi padre accedió; lo com pró y le tocó uno de su infancia, hermoso; en este podía ver a su padre y a su madre mucho antes de que se divorciaran y ella se fuera a vivir a la luna.
Mi padre llegó con la memoria bastante lastimada; se le habían rayado algunas canciones y miraba sólo imágenes borrosas. Le comenzaron a salir sombras del cuerpo. Temí lo peor. Vino el médico a verlo y no pudo hacer nada. Trató inútilmente de blanquearle la mente. Dijo que alguna parte del recuerdo se le había quedado pegada en el cerebro. Según mi teoría el re cuerdo le cayó de peso en el alma, esta le engordó y ya no le cupo en el cuerpo. Tratamos de reanimarlo de algotra manera. Le fui a comprar a la tienda una cajeti lla de juanitas. De la mejor marihuana que se da por acámbaro, me dijo el dependiente. Algo más que su sonrisa horrible me quitó las ganas de ser espejo del gesto. ¿No se lleva de una vez un recuerdito?, me preguntó. Me aguanté las ganas de mentarle la madre. Lo vamos a demandar, eso sí le dije. Está vendiendo recuerdos usados o echados a perder. Le dije más co sas pero las he olvidado. Regresé a casa cuando ya el dependiente sudaba, tiemble y tiemble mientras el agua salpicada de su cuerpo le humedecía la sombra, como se moja la de los árboles cuando ha pasado la lluvia y llega el aire. Lo dejé zambullido en su miedo.


TRIELO ENTRE PÁRPADOS FRÍOS
Alí Rendón Dorvo-la

Éramos tres ciegos con sólo dos muertes para repar tirnos de la franca boca de un revólver impaciente.
Nos reíamos porque un ciego no puede tirar al blanco, a esa ráfaga de todos los colores disparados al mismo tiempo, a todas esas longitudes de onda del espectro electromagnético visible. También por eso teníamos un seudónimo contrario a la suma de los colores; nos reconocíamos en el antonimato al blanco: nos apodábamos entonces Opaco, Oscuro y Negro.
Ahí estábamos listos los de vista muy lenta pero de manos rápidas, parados en los vértices de un triángulo equilátero. Nos batiríamos los tres en un duelo.
Con mis facultades hice la maqueta mental del duelo: así fue que nos sentí a todos nosotros, con nues tros respectivos padrinos androides, subidos a la azotea del rascacielos abandonado; una escena enmar cada por la tarde que iba remodelando al cielo, sin importar que mi olfato bohemio y mi piel atenta teoriza ran una bóveda tomando un tono ambarino, como de noche que va apenas afinando con un sol acabándose de fermentar.
Cada uno de nosotros habíamos hecho tiros de prueba con el revólver robot, y éste había determinado los porcentajes de eficiencia para Oscuro, Opaco y para mí.
Las dianas que batimos fueron perfumadas, y el viento al rozarlas canturreaba unas coordenadas a nuestra particular puntería de párpados fríos. Los padri nos androides validaron los resultados:
Oscuro tenía cien por ciento de eficiencia como tirador. Opaco atinó dos de cada tres veces como pro medio. Yo sólo obtuve un tercio como marca personal.
Reconociendo la desigualdad de cada uno, los padrinos decidieron que yo fuera el primero en disparar y Opaco el segundo. Luego quizá tiraría Oscuro con su cien por ciento y mataría a cualquiera.
La pistola estaba cargada y amartillada en mis ma nos. Las balas eran especiales, no cabía la posibilidad de herir con un mal tiro: entraran por donde entraran te aniquilarían; benditas armas modernas. ¿A quién debía disparar?


EL AMOR POR UNA MUJER
Isa Cat Montelongo

—La vida pudiera valer menos si no es por el amor de una mujer —confiesa al cantinero mientras deja caer el cubilete con un seis de mulas sobre la barra del bar. Se lleva luego un trago de agua ardiente a la boca. El líquido arde sobre su despellejada lengua que repetidas veces untó sobre la chocha de Martha. Apuesta con el cantinero su casa, su auto y su bulldog en una carrera de galgos por televisión. Gana y per dona la deuda por una botella de whisky y una conver sación sobre mujeres.
—Puedes conocer a una mujer —dice levantando la voz y mirando fijamente a los negros, pequeños y redondos ojos del cantinero—, por tenerla en la cama; por interpretar a su madre como una vieja y astuta serpiente; por el perfume barato que usa y tú mismo le has obsequiado y por la manera en que te pide que se lo hagas cada noche y cada mañana hasta que te duela el rabo… pero no conocerás nunca el momento exacto en el que te va a engañar y dejar por otro hombre, menos hombre que tú.
El tiempo transcurre entre tragos y cigarrillos. La gente se acerca a la barra con una cara de desierto. Espera su trago y escucha a este hombre hablar del amor por una mujer, de lo jodido que está el mundo y de lo imbécil que puede ser un comentarista de carre ras de perros por televisión, que igual habla de perros como de Britney Spears. El cantinero sirve aguardiente, cerveza, whisky y tequila; escucha al hombre, mientras los clientes entran, esperan y salen con un nuevo trago tras otro, hasta dejar la barra nuevamente vacía y sin quehacer.
Ojos enrojecidos y miradas a una botella casi vacía, barba crecida y un discurso sin freno:
—Ella vino por su maleta. Empacó. Traté de dete nerla. Gritó la diabla muerte de sus deseos en el tiempo que estuvo conmigo, lo jodida que la tengo y el olor a bulldog de mis besos. Las mujeres tienen formas de decir que no son felices. Pero cuando amas a una, puedes aguantar: golpes en la cara, gritos endemoniados, que las botellas de licor vuelen en dirección a tu pecho, que no le gustes a la arpía de su madre, hacerte cargo de sus críos y de sus estúpidas deu das. Pero lo único que un hombre enamorado no puede soportar es que se vaya, cuando aún la amas… y para evitarlo, te hincas como un diablo. Ella no decide quedarse, se niega, malhumorada, con los brazos cruzados, y sus ojos fríos y calculadores, que miran hacia la puerta por la que piensa partir para ni siquiera volver a voltear. Le abrazas las pantorrillas suplicando que no te deje, al menos sin brindar por su partida, quedando como los mejores amigos. Algunos tragos sin compromiso… le tiras la propuesta sobre la mesa. Prometes ser el mejor confidente y no volver a interponerte como el peor de los canallas. Ella al final accede y bajan por algunas botellas de cerveza, beben y en la décima botella comienzan a hacer el amor como perros enloquecidos.
Ella grita y te pide que...


SALÓN MADRID
José Silvaverno

Acostumbraba, algunas veces, detenerme para ver el movimiento de la copa de los árboles; pensaba que había algo más aparte de las corrientes de aire que los hacía moverse: una voluntad secreta, una lógica natural ajena a la comprensión del hombre. Ahora sé que nada de eso existe.
El sábado me arrastraba por despecho en el centro de la ciudad hasta que llegué a una cantina en Santo Domingo, en contraesquina de la iglesia. Entré sin pensarlo y tomé una mesita libre al fondo, pedí una lager mientras se escuchaba “Perfume de gardenias” en la rockola; a mi ipod le acababa de meter unos discos de Gorgoroth y Cannibal Corpse, pero creí que sería bueno variar un poco, así que lo guardé. El lugar estaba vacío; sólo un par de tipos que entraban y salían: son de este barrio y trabajan en las imprentas; me miraban discretamente, pero se dieron cuenta que yo no quería problemas; ellos tampoco; se relajaron. Me trajeron mi cerveza y unos cacahuates; era temprano; el cantinero me preguntó si quería frijo les charros; “por qué no, tráigalos”. Trataba de rela jarme y olvidar mis penas.
Unas cervezas después la cantina se fue llenando.
El lugar estaba repleto y en la barra no había bancos; un viejito se acercó a la mesa y me preguntó si podía sentarse. En realidad a mí el viejito me daba asco; lo reconocí como vagonero del metro: se sube, canta “Cien años”, creo que es de Pedro Infante, la de: “pasaste a mi lado, con gran indiferencia…”, y camina pesado pidiendo dinero; alguna vez le di un par de monedas; ahora este tipo se encontraba frente a mí, con el mismo traje viejo, arrugado y sucio, su sonrisa mostrando pequeños dientes amarillos, con su bigotito y cabello engomado, a la antigüita, delgadísimo y chaparro, con la piel manchada pegada a los huesos. “¿Puedo?” “Claro, siéntese, cómo no”, ya qué, en ese momento ya nada me importaba.
Incluso, así de bebido como estaba, le conté mi historia: “Bebo porque estoy enamorado, o lo estuve, no lo sé; lo más seguro es que aún lo esté, a pesar de que me rechazó y la forma en que lo hizo. La conocí en un parque; los dos corremos ahí en el mismo horario, como a las seis de la mañana; es que ella trabaja todo el día, y yo prefiero esa hora porque siempre visto de negro y el sol es molesto a otras horas. Nos hicimos amigos y conversamos durante los estiramientos; dejamos las etiquetas a un lado; es que ella es medio fresa y creo que no es necesario señalar que la gente bonita y los metaleros no tenemos mucho en común, pero ella y yo sí, extrañamente.
“Logré convencerla de que saliéramos juntos algunas veces. A pesar de todo nos íbamos relacionando bastante bien, hasta que ella lo derrumbó. No sé qué pasó; hace unas horas desayunábamos en un restaurante vegetariano cerca del Zócalo, caminábamos después rumbo a Palacio de Bellas Artes y la noté medio rara, comenzamos a platicar y me dijo que ‘no podía relacionarse con alguien en ese momento’. Le pregunté por qué y dijo que tenía un asunto que no había podido resolver. Extraño, ¿no? Bueno, pues la presioné un poco para que me dijera cuál era su problema; me preocupaba que hubiera alguien más en su vida o que tuviera algún problema con su salud. Nunca me esperé la respuesta que me dio: ‘Perdón’, me dijo agachada; ‘mi problema es que sólo siento atracción sexual hacia los árboles’”.
“Me le quedé viendo, buscando sus mirada llorosa, y lo entendí. ‘¿No pudiste inventar algo más creíble?’, le grité, y se fue llorando, yo deambulé hasta llegar a esta cantina. Esa es mi historia, por eso bebo. Salud”.
El viejo tomó su vaso de vodka, lo paladeó, y puso su extraña sonrisa, “Salud… Tal vez pueda ayudarle”. “Lo dudo”. Pero él siguió sonriendo y, me avergüenza decirlo, pero había algo en ese rostro que me aterró.



UN CLON PARA DANIRA
Sinhué Baesantos

Danira escuchó algo que la llenó de pavor: el ultimátum de Adalberto.
Me voy esta noche, ya que “el negocio” quedó listo, dijo él mientras encendía un cigarro.
Danira lo miró tendida desde la cama. Él estaba de pie frente a la ventana, dándole la espalda, desnudo y contemplando la gran urbe. Le fascinaba aquelhom bre. Era increíble; joven, esbelto, lleno de fuerza y de encanto. Sólo le faltaba dinero para llenar sus expectativas. Porque sin duda alguna tenía una cosa que no se compra: clase. Pero ahora que se había vuelto más poderoso, era el hombre perfecto. Lo deseaba tanto. Ella tenía que tomar la decisión ya. La pregunta que inició formalmente su dilema fue disparada como un arma mortí fera cuya percusión retumbó en las paredes de su mente.
¿Vienes conmigo?, preguntó Adalberto volvién dose a ella.
Danira esquivó su mirada y se levantó de pronto encaminándose hacia el baño envuelta en una toalla.
Te llamo en la noche, Beto, contestó desde dentro del baño de la habitación de hotel, con su voz matizada por el eco.
Adalberto se vistió. Se miro al espejo para retocar su peinado. Lo que vio fue agradable: un hombre joven, que había logrado lo que quería, que también tenía su suerte; se había ligado a una mujer nice, con mucha lana y un gran trasero para sus cuarenta años, por supuesto. Y tal vez estaba a punto de escapar con esa hermosa mujer que lo enloquecía. La posibilidad de una nueva vida se la había dado su ultima hazaña: el fraude millonario de dinero a la compañía del es poso de Danira.
¡Ciao, nena!, gritó, y se fue.
Adalberto lo había logrado a través del Internet, después de pasar meses enteros estudiando la compañía y recibiendo ayuda por parte de Danira. A final de cuentas aquel imbécil mujeriego y megalómano se lo merecía. Después de meses de esfuerzo que culminaron el día anterior en la madrugada, Adalberto lo consi guió. Había sacado muchísimo dinero de la em presa y lo había depositado en una cuenta en el extranjero. Esa mañana le envió un correo a Danira a la cuenta que ella tenía especialmente para comunicarse con él, confirmándole que se iban a ver ese viernes como habían estado haciéndolo desde hacía casi dos años.
Danira se vistió y salió a toda prisa rumbo al estacionamiento del hotel.

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